Recuerdos de la Colonia Rusa

Dina Rimer y su marido, Enrique Barón, fueron familias pioneras de la Colonia Rusa cercana a Roca. Un principio con carencias que revirtieron a fuerza de trabajo.
Diario Río Negro. Sabado 11 de Junio de 2005
 
Dina Rimer de Barón vivió su infancia en la Colonia Rusa. Sus padres, polacos, llegaron a la zona en la década del ’30 y aquí conoció a su marido, Enrique Barón, miembro de una familia pionera de la colonización judía. Durante años, sus padres tuvieron chacras pero -finalmente- decidieron hacer un camino distinto al de sus progenitores.
“Me anotaron ‘Dina’ porque mis padres no sabían pronunciar bien el castellano. Nací en Allen, un tiempo después de llegar a la Argentina. Ellos eran polacos. Migraron a esta zona en 1929. Mi papá, Simón Rimer, ya estaba casado con mi mamá, Catalina Rudansky, pero ella vino un año más tarde, cuando mi papá pudo mandarle el pasaje. Mi madre tenía un tío aquí, Abraham Rudansky. En esa época venían al país muchos inmigrantes de Polonia y de Rusia. Mi papá hizo de todo al llegar, limpió desagües, canales, mientras juntaba el dinero para traer a mi mamá. Entonces, escribía a Europa diciendo que tenía un empleo público y allá se pensaban quién sabe qué cosa, que mi papá sería funcionario, un señor importante (risas) y la verdad es que el Estado le pagaba, pero le pagaba 2 pesos y algo por día. Me acuerdo porque siempre se decía en casa que habíamos empezado con 2,85.”
Los padres de Dina eran oriundos de Vilno, una de las ciudades más importantes de Polonia, ellos habían trabajado siempre en la ciudad, nunca habían pisado un campo. Pese a ello, cuando decidieron migrar, eligieron a la Argentina porque el gobierno impulsaba la colonización en algunas regiones. Al poco tiempo de nacer Dina, se tuvieron que ir a vivir a Neuquén porque por aquella fecha hubo una inundación que destruyó todo, aunque en esta localidad estuvieron muy poco porque Rimer decidió establecerse en Roca y abrir una tintorería. “En ese momento nadie sabía lo que era una tintorería - explica Dina- o habría poca gente que decidía pagar por ese servicio, de modo que no tuvo éxito, tuvo que cerrar y se fue a trabajar a la chacra, nos fuimos a la Colonia Rusa. En esta zona no había casi nada, estaba todo por hacerse. Para empezar, las tierras que habían elegido para la colonización, eran las peores del Valle. Estaban lejos del río y el riego era prácticamente inexistente. Por otra parte, la mayoría de los que vinieron a colonizar por 1906 tenían otros oficios, no eran campesinos, y fue todo muy difícil para estos inmigrantes. Por todos esos motivos esta colonización fracasó. Los más jóvenes se iban. No había ningún progreso.”
“Mi papá trabajaba en la bodega de Kaspin, una familia de pioneros de la Colonia Rusa, de los pocos que habían quedado y que soportaron esos años tan malos del comienzo. Nosotros vivíamos en la chacra, mi mamá se ocupaba de atendernos a nosotros, a mí y a mi hermano, y de regar la chacra. Se vivía muy modestamente. Se hacía un puchero y eso se comía al mediodía y a la noche, verduras y frutas eran lujos. Cuando les cuento a mis hijos no pueden creerlo, era un mundo de privaciones, y sólo a costa de enormes sacrificios se salía adelante. Así y todo mi padre ahorró para comprar una chacrita de 7 hectáreas. Allí, en la Colonia, era la persona más feliz del mundo cuando consiguió su propia tierra. Empezó la chacra de cero. Desmontó y plantó vid, luego esperamos unos tres años para que diera sus frutos, frutales no alcanzó a poner. Primero vivimos en unas hectáreas de tierra que tenía mi tío, mientras mi papá trabajaba su tierra. Después mi tío se fue a la cordillera, se dedicó a otras cosas, pero siempre nos ayudaba en lo que podía”.
La familia Rimer vivió en la Colonia varios años y en contacto con otros colonos intentaron arraigarse. Cuenta Dina que sus padres sufrieron muchísimo el desarraigo, no sólo por haber dejado su tierra, sino porque después de la Segunda Guerra no volvieron a tener noticias de ninguno de sus familiares. “Todos desaparecieron en campos de concentración. Nunca más volvimos a tener ninguna noticia de nadie. Hemos averiguado a través de la Cruz Roja, y de todo los organismos que te puedas imaginar, pero tuvimos que resignarnos. No quedó nadie. Mis padres se escribieron hasta antes de la guerra con sus familiares. Pero los que quedaron en Europa murieron todos. Sólo sobrevivieron algunos parientes en Norteamérica. Mi mamá tenía hermanas mayores en Estados Unidos, ellas habían podido salir antes de la Guerra y se salvaron”.
Los primeros años en Argentina fueron difíciles para los Rimer, la nostalgia, la soledad, y el desconcierto ante la incomunicación con sus familiares signaron los primeros tiempos. “Estaban solos para todo, se sentían muy aislados”, recuerda Dina. Poco a poco, comenzaron a tender lazos. Sobre todo con vecinos y miembros de la colectividad, entre ellos con la familia Barón, que vivía allí desde el origen de la Colonia Rusa. Unos años más tarde, Dina se casó con Enrique Barón. “Mi suegro contaba que cuando llegaron tuvieron que trabajar en cualquier cosa para poder comer. Desmontaron y emparejaron campos desde acá a Chichinales, lo hacían para sobrevivir. Mis padres y los padres de Enrique se hicieron muy amigos, nos visitábamos mucho. Con el resto de la colectividad siempre se mantuvieron los lazos. Pese a que mis padres no eran muy religiosos, se respetaban las festividades, se reunían para cuidar el día sábado y para enseñar tradiciones. Una de las primeras cosas que se hizo fue traer un maestro para que enseñe a la juventud. Fui a la escuela de la Colonia, recuerdo a algunas maestras, la señora de Escudé y la señora de Cruz, la directora era la señora Quiroga.”
Una vez por semana los Rimer iban al pueblo a hacer compras. “No frecuentábamos mucho el pueblo, afirma Dina, sólo íbamos cuando hacía falta algo. Ibamos un día para abastecernos y nada más, en casa se comía pan de una semana. El resto del tiempo, hacíamos cosas con la colectividad. En general, nos reuníamos los sábados a la noche para leer literatura, enseguida se trató de armar una linda biblioteca, Isaac Locev era el alma del lugar, era como un caudillo, hacía e imponía cosas. El nos enseñaba a hablar hebreo. En las familias se hablaba idish y algunos conocían el hebreo que era el idioma de los rezos. A mí me enseñaron el hebreo y seducida por la posibilidad de profundizar el conocimiento, terminé la secundaria y me fui a estudiar a Buenos Aires”.
Con 18 años, Dina inició una etapa muy particular. Estudió y se dedicó a dar clases de idioma y cultura hebrea en algunas colonias de Santa Fe y colegios de Buenos Aires. “Le decían a mi mamá que era una mujer de avanzada por dejarme ir sola a la ciudad y la verdad es que ella estaba muy contenta con mi decisión. Estudié para ser maestra de idiomas. Y cuando me recibí, trabajé en una escuela en Monigote, una colonia hebrea de la provincia de Santa Fe. Hacía dos turnos. Daba idioma y cultura hebrea, costumbres e historia judía. Los sábados y domingos me iba a otras dos colonias judías, me llevaban para que les enseñara a los niños un poco de tradiciones porque en tan poco tiempo no podía enseñarles un idioma. Estuve varios años enseñando así, casi diez. Pasé por Santa Fe; por la provincia de Buenos Aires, Olavarría, Mar del Plata, La Plata; fui a Zapala y por último vine a Roca, donde me casé y dejé la docencia. “Me gustó hacerlo, lo disfruté, pero aquí comencé otra etapa. Cada cosa en su tiempo y en su edad. Luego tuve mis hijos y trabajé con mi marido”, explica.
Su esposo, Enrique Jorge Barón, también pasó una temporada en Buenos Aires, donde hizo la secundaria y estudió relojería. “Cuando terminó sus estudios- cuenta su mujer- volvió a la chacrita que tenían los padres en la Colonia Rusa, pero pronto comenzó a pensar en otra actividad pues la chacra no era rentable. Nos casamos en el año 1960 y nos dedicamos al comercio”.
Durante un tiempo, el matrimonio siguió con las chacras familiares, pero cuando el negocio empezó a funcionar, decidieron venderlas. “Empezamos acá en Roca, nos ayudó ese tío que había ayudado a mis padres cuando vinieron al país, él nos dejó una herencia, el local del la calle Tucumán donde todavía tenemos el corralón. La idea original fue poner un comercio de materiales eléctricos. Al principio no teníamos casi nada, poníamos en los estantes cajitas vacías porque no teníamos plata para comprar materiales -ríe-. Pero queríamos que pareciera un negocio, con el tiempo fuimos llenando esas cajitas y fuimos anexando otras cosas para vender hasta que hicimos un corralón. Con mucho esfuerzo logramos introducirnos en las primeras marcas. Yo siempre colaboré con mi marido. Siempre pensé que tenía que estar con él, porque para hacer la comida podía contratar a cualquiera, pero para conseguir algo para poner en la olla tenía que estar yo”.
“Crecimos y también hicimos malabares para mantenernos durante las crisis, sobre todo la que dejó Menem, pero aún estamos en pie. Estuve siempre en el negocio, y estoy, porque aun voy a ayudar a mis hijos. Les prometí a ellos que los iba a ayudar. Estoy pasando un momento difícil porque mi marido falleció hace unos días. Pero me hace bien trabajar, no puedo estar en mi casa. Trabajé siempre, no sé hacer otra cosa. Ahora tomo clases de pintura, pero la verdad es que me cuesta dar espacio a estas cosas, sólo me siento a gusto cuando trabajo, cuando soy útil.”
Dina y Enrique tuvieron dos hijos, Héctor y Abraham, quienes les dieron 4 nietos. Con ellos han sostenido la empresa familiar. “Mi marido estaba muy enfermo, siempre fue profundamente optimista. Siempre tenía planes y llenaba de optimismo a los chicos. Creo que fue un ejemplo hasta el final. Realmente, yo no quería que mis hijos se dedicaran al comercio, quería que estudiaran, que fueran independientes. Pero ellos quisieron seguir con el negocio. Creo que les dejamos el ejemplo de haber luchado mucho y -sin querer- esto se transformó en estímulo para que sigan en la actividad”.


 
 

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